Jesús tomó a sus tres discípulos mayores y les pidió que rezasen por él. Se apartó de ellos como a un tiro de piedra, y postrado de hinojos, oró con vehemencia: «Padre, si quieres, aparta de mí esta cáliz»; al final aceptó el sufrimiento que le estaba destinado. Mientras oraba, su sudor se hizo como gotas espesas de sangre y un ángel se le apareció venido del cielo para confortarlo (Lucas XXII).